jueves, 17 de enero de 2013
'El infierno son los otros'
… Tú sabes como es ella; de cuando en cuando se va a pasar una temporada en el infierno; siempre regresa, de todos modos. – le dijo uno de los mejores amigos de ella. Se conocían hace algún tiempo y ahora también se consideraban mutuamente amigos.
Perséfone había partido de noche. Tan sólo se disolvió en medio de una conversación desvelada y eso había sido todo. Se había llevado incluso su eco.
Cada hora en su ausencia pareciese que algo más se apagaba allí.
Perséfone debía pasarse una temporada en el infierno, cada año.
Debía de oler a flores – pensaba – Sí, Perséfone debía oler a flores frescas, de momento. Luego se marchitarían.
Perséfone siempre olía a flores.
Debía tener las mejillas coloreadas. Así la evocaba, alegre muchacha de mejillas sonrojadas. Sonriendo al alba, con mirada profunda...
Perséfone siempre sonreía.
Se paseaba de arriba a bajo, como un león en su jaula. Una jaula inmensa.
A ratos le parecía que ella se había tomado en serio la última broma.
“-No podrías vivir sin mí.
-No lo sé... deberíamos probar – dijo ella pensativa.
-¿Cómo...?
- Pues me voy una semana completa, si no regreso, es que me morí.”
Perséfone era así. Quizás esta vez también, alguna parte de su ser, se tomó la broma como una afrenta, como un reto...
Perséfone era capaz de no regresar jamás por demostrarle que ella estaba en lo cierto.
Se sentó a esperar los días y los días. O lo que suponía que eran los días. El sol no existía allí; así que era difícil saberlo. Todo era distinto cuando Perséfone estaba allí, claro. Ella juntaba sus manos y en medio de sonrisas las elevaba al cielo oscuro, creando una esfera brillante de color azul; ese era su sol propio.
Ella decidía cuánto duraban los días, qué tan inmensas eran las noches...
La soledad le abrumaba. Quizás nunca debió traerla de regreso. En un principio, era feliz sin ella... no la conocía, claro, no había modo alguno de extrañar lo que se desconoce.
Mataba el tiempo – con lo redundante que eso era – arrojándole piedras al río. Quizás incluso al barquero cuando estaba de malas. No podían decirle nada, después de todo, era su casa y hacía lo que se le venía en gana.
A veces creía oír las canciones de ella. En esos momentos se precipitaba hacia la entrada para darse cuenta de que solamente había sido el viento del Averno.
Miraba a través de su espejo. Había tantas mujeres reflejadas ahí, y ninguna era Perséfone. Ni remotamente se le parecían.
- Mira nada más éste chiquero.
Nunca había estado tan feliz de que alguien le refunfuñara al oído.
- Oh... ¡Eres un descuidado! – Se quejó Perséfone dándose vueltas por la sala.
Poco a poco sus colores iban regresando.
- Y yo que pensaba que la primavera estaba fatal... pero esas flores desperdigadas a diestra y siniestra por aquí y por allá no tienen NADA que envidiarle al inframundo. El mismo caos, sólo que el otro estaba más colorido.
Se cruzó de brazos, frunció el ceño y se largó a reír.
- Por cierto que gané, sobreviví sin ti más de una semana. Han sido seis meses.
- Oh, vamos, esos no cuentan... – le sonrió él.
- Seis meses y no haz dejado de ser un tramposo.
- Seis meses y tienes el descaro de decirme que ganaste. Era claro que no ibas a morirte.
Se rieron los dos.
Cada año era la misma broma.
- Suerte que la próxima temporada en el infierno está lejos, aún – dijo Perséfone.
Claro, todo mundo conoce la versión de Démeter sobre la historia, pero nadie, en el mundo, conoce la de Hades y la de Perséfone.
martes, 15 de enero de 2013
Crónica de vértebras fuera de lugar...
15-01-2013
Del tipo de cosas que se me ocurren cuando me veo en el espejo. No pude evitar reírme de mi propio patetismo: labios pintados, cabello alisado, el vestido nuevo ('aquel del que te platiqué, ¿recuerdas?') y... el delineador desparramado en el rostro. 'Te ves patética mujer' me dije. Y me reí.
Y esta vez sí me reí con ganas.
Tienes razón... no puedo detener mi vida; no puedo no seguir adelante. Podría reírme con ganas, reír de otras cosas. No serían sucedáneos, sólo cosas diferentes.
Extraño hacerte reír...
lunes, 14 de enero de 2013
Crónica de vértebras fuera de lugar...
14-01-2013
‘... es como... ¿Haz sentido deseos de llorar en el pasillo
de los lácteos?’
No, ella no
lo había experimentado.
Me recordé
a mí misma arrastrado las sandalias a lo largo del pasillo, como un vacío
cascarón inútil mientras el reloj me confirmaba con una sonrisa ligeramente
demoníaca que los minutos me apartaban inexorablemente de ti.
Y yo sabía
lo que quería decir eso.
Que curioso
que casa no sea lo mismo sin tus palabras esperando mi llegada... Sin un
sencillo maullido escrito desde el otro lado del mundo.
Lo pienso y
siento las lágrimas advenir; las mismas que tú no puedes llorar mientras
escribo esto. A veces siento que lloro por ambos.
‘Será mejor que me quite el delineador de los ojos antes de
que lo olvide’ digo en voz alta pasando un dedo por las caprichosas gotitas de
lluvia que empiezan a cubrir mi mirada. Voy al baño, cierro la puerta tras mi
espalda y me quedo viendo mi rostro en el espejo del botiquín: despeinada con
el flequillo fuera de lugar, el maquillaje iniciando a hacerse difuso, sutiles
insinuaciones de rojo sobre mis labios y nubecillas negras alrededor de mis
ojos café. ‘Como salida de una pelea de gatos’ me digo bajito observando mi
hombro descubierto. Tienes razón, parece que tengo una predilección enfermiza
por las cosas que me van anchas.
Y tú… ¿Por
qué no estás aquí ahora?
Por el
mundo. Ah, sí, a veces lo olvido, ¿sabes?... sí, si lo sabes, te lo he dicho,
creo...
Suelo
olvidar el mundo cotidiano a tu lado. Es como una bruma sobre la que me guías.
A veces
pienso que estamos hechos de irrealidad.
Vuelvo a mi
corporeidad y recuerdo tu expresión frente a mí hecha una maraña. Sigo viéndote
sonreírme con esa expresión maravillada.
¿Y a final
de cuentas?
A final de
cuentas no hago más que darme vueltas en círculos…
Hey, te
extraño.
Dafne
(A un alma atemporal)
No se había
tardado gran cosa en comprobar las decepciones del mundo y de las palabras de
sus habitantes. Era a penas una muchacha, pero sentía el peso de cada año sobre
su cuerpo a la manera en que un suicida condenado a la inmortalidad lo haría.
Simplemente
sobrevivía, eso era todo.
Respiraba
por inercia, ocultaba su mirada entre gruesas líneas de lápiz oscuro – cada una
compuesta de tan pequeñas líneas que nadie notaba ni imaginaba, sólo ella y su
soledad infinita – dejaba su cabello crecer; lo pintaba, lo decoloraba, lo
oscurecía, lo cortaba, lo ocultaba bajo un pañuelo. Decoraba sus labios con
colores carmines y metales brillantes; una defensa más ante el mundo; un
disfraz más para ocultar su fragilidad bajo una capa de agresiva belleza
seductora.
¿Por qué
era que nadie más lo notaba?
¿Por qué
era que ni ella misma lo hacía?
No le
hubiese placido que así fuese, ciertamente. No quería exponer su alma desolada
a miradas ajenas, ni deseaba tampoco un día – escrutándose ante el espejo
mientras encrespaba sus copiosas pestañas oscuras – encontrarse con el vacío
que cargaba.
La línea
del poema favorito de Marlene Dietrich. Letanías repetidas hasta la saciedad.
Letras sangrientas, en un inicio, convertidas ahora sólo en venas a medio
vaciar.
Dietrich
había muerto sola. Lo sabía.
No, no
quería ser Dietrich. Aunque dijese lo contrario.
Se veía a
sí misma rodeada de hombres y mujeres que componían su extraño séquito.
Parecían no entender ciertas cosas – las esenciales, las importantes – sin
embargo, seguían allí, año tras año; como un lastre que no te deja, como la
maldición que acabas aceptando tarde o temprano. Y aprendes a vivir con eso
sobre tu espalda.
Quieras o
no.
Dafne.
No era más
que la niña pequeña en un sueño distante y ajeno.
No era más
que la variación de un nombre, de un apelativo.
No era más
que una nena de cinco años en el cuerpo incorrecto.
Incorrecto
y todo, aún así a veces solía ser útil.
Fue así
como consiguió sus primeras compañías.
‘Eh nena, luces guapa...’
Si tan sólo pudiesen ver lo que llevas
dentro. También lo deseas niña, ¿no es así?
No pueden. No quieren, tal vez.
Da igual, una charla y ya. La noche
es larga, necesitas distraerte. Conversa un poco, aprende algo. Siempre habrá
algo que te enseñe. Aunque la barca esté fea le agradecerás siempre que pueda
llevarte hasta el otro lado.
Dafne.
Habitaciones trémulas, colores
desgastados ¿Es esa tu verdadera esencia?
No estás segura. Nadie lo está
realmente.
Los valores suben, los mercados se
desploman y una que otra vez te haz preguntado si eso incide en lo que vales
tú.
¿Por qué los poetas ya no son más que
ensoñaciones pasadas?
Tal vez son ésos los fantasmas que
danzan en la planta baja de tu corazón.
Los hombres
eran demasiado parecidos unos a los otros. El mismo núcleo putrefacto con una
escala valórica implantada de forma aleatoria. Las palabras predeterminadas y
plagiadas hasta el infinito (y más acá)
Los había
altos, bajos, delgados, morenos… Embaucadores todos a fin de cuentas.
Sin embargo
estaban los otros, los que dejaban verse de cuándo en cuándo.
Poseían un alma como la tuya, ¿no es así
Dafne? Solías acompañarles hasta la madrugada, mientras ellos estaban imbuidos en
lo suyo. Pintaban, dibujaban, componían... Creaban almas. Pensaste que alguno
de ellos podría re-crear la tuya.
Pero la habías truecado a cambio de
algo que no obtuviste. El diablo no es de fiar, niña.
Esperaste las palabras que te
redimieran… ¿Dónde estaba tu hombre-mago?
Oh, Dafne… ¿Por qué le haz dado tu
corazón a cualquiera?
No dijo que
era poeta, pero hablaba como uno. Un hombre de antaño, disoluto entre los
confines de tiempos inmobrados.
Apareció
como todo, de la nada.
Parecía
saber de música: tocó las claves exactas de su corazón.
Y el
cascarón se abrió, solo un poco.
Sólo anhelabas dulzura, ¿no pequeña?
Fueron palabras que se llevó el
viento. Y ella seguió con tu vida. Inmersa en el gentío, inmersa entre sus
líneas sin principio ni final.
A veces era lo único que te mantenía viva.
Dibujabas y leías como posesa. Días enteros, años enteros. Y para el mundo,
para los otros, te ocultabas bajo una capa de sutil indiferencia; una
liberalidad que resentías. Tan sólo esperabas que tu corazón latiera
nuevamente… Quizás lo hiciese si saltaras desde un risco, ¿no crees?
El placer parecía ser más útil cuando
estabas desde el otro lado de la línea. Cuando tus sentimientos estaban puestos a resguardo bajo una coraza ¿Por qué nunca
lo lograste del todo, dulzura?
Un día, un
día de esos cualquiera, una figura apareció por allí. Le conocía de oídas, sólo
de oídas.
Era un
hombre que sabía como el demonio mismo. Su alma parecía poseer la inspiración
que ella esperaba. Y no lo presintió.
Los días
parecían sucumbir bajo el influjo de sus delirantes sueños, de sus palabras
misteriosas.
Pero ése
era un corazón que ya había sido tomado por otra mano.
¿Por qué, Dafne? ¿Por qué el mundo es tan
inmenso y ovalado?
¿Por qué es todo de la forma en que
es?
¿Por qué no pudiste ser otra?
¿Por qué no viviste con Poe? ¿Por
qué no fuiste la querida de Baudelaire? ¿La perdición de Rimbaud o la
Mona Lisa de Da Vinci? ¿Por qué no fue por
ti por quien Artaud perdió la razón?
Genica Athanasiou era la Dietrich de su círculo,
¿lo sabías?
Dafne, mira allá… Las estrellas
siempre han brillado, y lo harán cuando dejemos de estar aquí, cuando el mundo
se colapse y las ciudades se vengan abajo. Su fulgor seguirá intacto aún
después de que el último cadáver de nuestra estirpe regrese al polvo del que
procede.
El cadáver exquisito compuesto por
la vida y la muerte. Curiosamente todo tiene más sentido.
Despierta niña, despierta…
Ya vendrá la hora en que las
campanas repiquen por ti.
lunes, 7 de enero de 2013
(Intitulado 6)
La bruma me
devuelve tus palabras
en dialectos
complejos
en frases
insinuantes.
¿Sabes?
Te tengo miedo.
(Intitulado 5)
Oigo las frases
de una voz lejana
en un tiempo
atemporal de amantes inhumanos,
no eres tú
sin embargo
estás ahí
en las sílabas
y los silencios.
Tú, otro
dialecto abstracto.
La niebla te
aleja de mi espacio
entre
laberintos infinitos
en lugares
comúnmente imaginarios…
Temo tu
profundo silencio
tu ausencia
rotunda,
los gritos en
la soledad;
misterios
ahogados.
(Intitulado 4)
Oigo mi nombre
en un leve
tintineo;
eres tú quien
llama
- invisible
hombre –
desde el lado
de tus ofuscadas divagaciones.
Busco tus ojos,
mi hombre
invisible,
y tan sólo te
encuentro evadido en ti mismo.
Observo el
panorama,
regreso a tu
rostro;
tus ojos me
llaman:
es desespero.
Regresa a tu
esfera.
Regresa a tu
centro.
Regresa a tu
rostro humano...
Regresa.
(Intitulado 3)
La última luna
de aquel siglo pareció embriagarse por su perdida mirada…
La
copa estaba vacía.
Sus
pasos lentos y cansados le acercaron hasta aquel abismo; mientras sus labios se
separaban; dulce y dolorosamente. Una última plegaria de una no creyente.
La
sutil ironía de una trágica meta final.
El
anhelo... la obsesión se hacía latente entre cada uno de sus jadeos; entre esas
lágrimas escarlata, entre los acompasados sonidos de una soledad abyecta.
Los
vidrios lucían empañados, y quizás, ya todo ello era una ilusión virtual de
aquel magnánimo y largo sueño que compondría sus vidas pasados.
La
seña era clara…
La
hora estaba señalada...
Una
imparcial mirada gélida.
El
sonido de unos largos dedos golpeando suavemente sobre la mesa…
Aquel
sería un largo velorio.
(Intitulado 2)
la sangre
redimió mis pecados
de virgen
siniestra
mientras yacías
dormido
tranquilo
sereno
bajo el manto
de la total inexistencia
mientras con tu
vida,
escurriendo
desde mis pálidos dedos,
dibujé mil
arcanos
una y otra vez
incesantemente.
Observando tus
grandes ojos tristes
besé tus yertos
labios.
Ya no habría
más imágenes distorsionadas
no más palabras
a medias
respiros
quimeras
anhelos…
no más
canciones de cuna.
No more.
(Intitulado)
Sus ojos
distantes buscaban aquello que, sabían, jamás podrían encontrar.
“…pobre niña pequeña, con sus manos llenas de nieve…”
Un hombre muerto aguardaba
en su lecho de blanco raso; un hombre de labios yertos y mirada esquiva. Él era
un fantasma.
“Pero los fantasmas son la mejor compañía... ellos fabrican obras de
arte, hacen danzar a las bailarinas y a veces también escriben sobre el papel”
Su pecho se estremeció bajo
aquel potente latido que ya creía olvidado. El fantasma existía, y aquel hombre
muerto seguía allí, con su impavidez de siempre.
Lo oyó musitar cortas
frases. Besó sus labios fríos.
Un segundo de
arrepentimiento.
Se aferró contra su pecho,
mientras sentía que un gélido brazo rodeaba su espalda desnuda...
La noche se cernía sobre su
oscuro cabello.
Tan sólo era una pequeña
niña indefensa. Una asesina.
“… you got me Ealing
right out of your hand”
jueves, 3 de enero de 2013
Las clavículas de Cassandra
Cassandra con la mirada
perdida.
Cassandra aburrida, aturdida;
con medio muslo apoyado en el dintel de la ventana, con medio cuerpo fuera del
edificio y la mirada trémula, nublada; fija en la necrópolis adyacente a su
largo ataúd compuesto de ladrillos y ventanas.
Cassandra...
Pareciere que el tiempo se detuvo aquí dentro. Camino de un lado al
otro, arrastro los pies descalzos... piel marmórea, manguerillas verdosas
insinuándose aquí y allá; cruzándose sobre el empeine, sobre los huesos. Dedos
delgados rozando madera... tobillos invisibles.
El piso cruje... mis dientes
rechinan levemente; no lo oigo, pero lo siento: dos pesados hierros
restregándose uno contra otro. Un recuerdo vívido: el ataúd abierto.
Él está allá afuera, en alguna parte.
miércoles, 2 de enero de 2013
Sobre Nombres y Tumbas.
A Alberto Romero García.
“A tus hijos no les des un
nombre, así los esconderás de la muerte”
(Alejandro Jodorowsky)
Los nombres son usados para
denominar las cosas, dicen. Tan antiquísimos como la vida misma. Necesarios,
eso dicen…
Nombres…
Él y yo, como todo ser humano – o la
mayoría de ellos – habíamos recibido nuestros respectivos apelativos no bien
hubieron sabido de nuestra futura llegada a este mundo; o quizás con el primer
angustiante respiro que dimos con un esfuerzo mortal (literalmente hablando)
Nombres… Los hay de todas clases;
largos, cortos, añejos, sintetizados. Y sobre sus poseedores… los hay conformes
e inconformes. Están también los indiferentes. Pero como todo en la vida, tiene
su trampa.
Lo cierto es que nadie tiene un
nombre. Nadie lleva su nombre real.
Cuando le conocí, fue él quien me
habló primero. Charlamos largo rato en la vieja cafetería, Me había hecho dejar
de lado el libro en el cual me afanaba aquella diáfana tarde. Rara vez he
cedido a un extraño haciéndome la conversación; ciertamente, ha sido esa la
única vez en mi vida en que he desdeñado un libro bien escrito. Me alegro de
haberlo hecho.
Me contó un poco sobre su vida. Sus
ojos eran tristes, oscuros. Su voz y sus movimientos delataban su carácter
tímido y pausado. Lo oía encantada, como si se tratase del más carismático de
los Cuentacuentos. Lo era.
Hizo una pausa y me miró levemente
avergonzado. Creía que ya había hablado demasiado de sí mismo y que comenzaba a
ser aburrido, y lo que era peor, descortés. Me declinó sus disculpas, y le pedí
que continuara, su relato me tenía por completo encantada. Me sonrió levemente
y me comentó un poco sobre lo que estaba haciendo allí: escribía. De alguna
manera, pese a que no había ni pluma ni papel a la vista, yo ya lo sabía. Tenía
la fisonomía de un hombre que lee poesía; voz profunda, mirada soñadora… pero
había algo, un algo leve e imperceptible que lo delataba como poeta: sus manos.
Dedos delgados y largos; pianista frustrado. La clase de hombre nacido para
crear.
-
Perdóname, qué tosco he sido… No pregunté tu nombre – me dijo turbado luego de
unos minutos de haber retomado la conversación y con la expresión levemente
compungida de alguien que ha profanado el menos grave de los diez mandamientos.
No pude evitar soltar una leve carcajada,
acompañada con una de esas miradas que te confortan haciéndote saber que el
chiste no era sobre ti ni contigo, sino que tiene sus raíces en un pasado –
quizás inmediato, quizás remoto – que aún no te ha sido revelado pero que, sin
duda, lo será a continuación.
- No tengo
uno en realidad, y sospecho que el día que lo tenga seré fulminada en el acto
por alguna razón de carácter divino o demoníaco no bien me sea revelado. De
todos modos, mi identificación y el registro civil me conocen con el apelativo
de Constance Jones.
Pareció sorprendido por lo que
acababa de decirle. Sus ojos se agrandaron un poco, abrió los labios como si
fuese a decirme algo; se movieron un poco, pero de ellos no salió sonido
alguno. Creí que debería haberme guardado mis desvaríos místico-existenciales
para mí misma.
Con algo de torpeza echó mano al
bolso que traía consigo. Sacó un cuadernito negro y luego de hojear por aquí y
por allá me lo extendió apuntándome una página en particular, indicándome que
la leyera. Se trataba de un escrito en prosa poética; no era muy largo, pero
sintetizaba a la perfección la idea que yo acababa de enunciarle, claro que
precisa y preciosamente más concreta.
Nos quedamos viendo fijamente sin
decirnos nada por espacio de un minuto, quizás dos.
- Benjamin
Kandinsky – se presentó extendiéndome la mano, sonriendo con inocencia.
Fue así como nos conocimos.
Seguimos citándonos en el mismo
café, según pasaba el tiempo. Primero tan sólo hablábamos de arte, desdeñábamos
a los pretenciosos de siglos pasados y presentes y nos afanábamos en alabar
hasta el cansancio a los artistas oscurantistas. Nos agradaba la decadencia de
la nostalgia, el cinismo orgulloso de la ironía. Más tarde comenzamos a hablar
de cosas más profundas y menos banales: filosofía, antropología y psicología
eran lugares recurrentes para nuestras mentes inquietas.
Siempre me placía verle. Podía
decirle lo que fuese, lo que primero se me pasara por la cabeza. Me hacía
recordar las conversaciones que solía mantener a solas con el espejo; o con la
nada. Tan confortable como estar hablando conmigo misma. A veces hasta me
asustaba un poco: sin embargo, hablo de aquel miedo agradable, el vértigo que
sientes al estar plena y absolutamente conciente de estar atravesando la puerta
que marcará el radical cambio de tu vida.
Diría que era él el hombre de mis
sueños. Pero no era cierto... era mucho mejor que eso.
Al poco tiempo sentimos que ya lo
sabíamos todo el uno del otro. Fuimos novios por espacio de tres meses, luego
de lo cual, nos desposamos y nos mudamos a una gran ciudad. Éramos
indiscriminadamente felices; no teníamos ninguna fortuna, pero sin embargo,
poseíamos cuánto necesitábamos.
Pero nada puede ser demasiado
perfecto, Es casi contra natura que así sea.
Cierto día, él se sintió muy mal.
Puntadas en el pecho. Me angustió verlo llegar pálido y agitado a casa. A pesar
de que en la mañana había salido en perfecto estado, a eso de las dos de la
tarde tuve un presentimiento extraño que no dejó de acosarme por todo el día.
- No estoy
bien amor... me duele...
Fue todo lo que pudo decir antes de
infartarse en la sala.
Desesperada, corrí hasta él, acerqué
mi oído a su pecho y con horror comprobé que no había latidos. Justo antes de
que pudiese hacer nada, oí los pesados tacones de una mujer sobre el piso
revestido de cerámica, dispuesta a la manera de un enorme tablero de ajedrez.
Él amaba el ajedrez.
Se trataba de una mujer de unos
treinta años; alta, delgada, pálida y de cabello tan negro como el ala de un
cuervo, al igual que su atuendo: un vestido largo y de mangas amplias, ceñido a
su esbelto talle.
- No es un
buen momento para visitas, sea quien sea, o me ayuda con esto o se larga de mi
casa – le dije colérica. No suelo ser gentil con los extraños que invaden mi
casa de buenas a primeras, menos aún lo sería con una que, encima de todo,
venía con una sonrisa de los más burlona.
- No hay
nada que tú o yo podamos hacer. Pierdes tu tiempo, Mujer – me dijo acomodándose
en el sillón frente a mí, mientras yo le practicaba respiración boca a boca a
lo que me negaba a aceptar que era el cadáver de mi esposo.
- Se ha
ido, ya basta – Se apareció a mi lado en un pestañeo y con suavidad me apartó
del cuerpo aún tibio. Ella estaba mortalmente gélida.
- No, no
puede irse… - le espeté enojada: enojada con ella por ser una hija de puta
insensible, enojada conmigo por ser una hija de puta estúpida y enojada con
Benjamin por ser un hijo de puta al que se le había ocurrido dejarme viuda.
En conclusión que el mundo entero
era un hijo de puta.
- Eso no
lo decides tú, ni lo decido yo; lo decide esto – dijo haciendo aparecer un
libro grande y grueso. Para este entonces ya estábamos ambas sentadas en el
sofá más grande, muy calmadas. Yo estaba demasiado colérica para derramar si
quiera una miserable lágrima. Hasta para ser viuda era hija de puta… qué le iba
yo a hacer.
Abrió el libro con parsimonia, le
echó un vistazo y puso cara de no encontrar lo que buscaba.
- Perdona
cariño, ¿cuál era el nombre del saco de plomo con kilos de plomo menos? – me
preguntó como perdida.
- ¿De qué
demonios me hablas? – y yo que pensaba que la loca de patio por excelencia era
yo misma.
- De éste…
tu esposo. – comentó apuntándolo burdamente con su dedo índice, como si no
importase.
- ¡Oye! Es
mi casa y es mi esposo... no me interesa quién sea, pero muestras respeto…no
creas que me apenará mucho patearte el culo, en caso contrario – le dije.
- La que
debería tener más respeto aquí eres tú – dijo enojada. Su apariencia mutó.
Envejeció mil años en un solo segundo. Un esqueleto parlante. La muerte.
Me quedé pasmada.
- Estos
mortales... si no es el estereotipo no creen. Ahora bien, dime el nombre de él.
No atiné a nada.
- Ah, debí
suponerlo – dijo con un tono de voz más molesto. Con uno de sus dedos huesudos
tocó el pecho de Benjamin.
Al instante convulsionó un poco en
el suelo, luego tosió y se incorporó. Estaba pálido, dio una mirada algo
confusa a su alrededor, pero a pesar de todo, no lo vi ni ligeramente turbado
por tener a un esqueleto de mil años a su lado.
- ¿Tu
nombre? – le preguntó éste último.
- Benjamin
Kandinsky – le respondió mirándole a las cuencas vacías de sus ojos.
Nuestro visitante le dio otra mirada
al libro y negaba con su cráneo, Benjamin no le quitaba los ojos de encima y
yo, hundida en el sofá y paralizada de terror, los miraba a ambos
alternadamente.
- ¿El
nombre de ella? – le preguntó luego.
-
Constance Jones – respondió Benjamin.
Volvió a negar con su cráneo luego
de otro vistazo rápido. Una bruma le cubrió y volvió a ser la mujer que de
cabello oscuro.
- La cosa
es que, técnicamente, ustedes dos no han nacido, por ende, no puedo llevarme a
ninguno – explicó.
- ¿Cómo? –
pregunté ya pensando que era un mal sueño. Normalmente despertaba cuando empezaba
a exigir respuestas.
- Ni tú ni
él portan nombres; por defecto, no han nacido. Todo cuanto fue nombrado nació
en ese momento, sin embargo, ustedes dos... por alguna razón no lo son.
- ¿Eso
quiere decir – empezó Benjamin, cuyos colores comenzaron a volver lentamente –
que no podremos morirnos?
Por el tono de su voz, se veía que
la idea no le hacía la menor gracia.
- Eso
quiere decir que yo no podré llevármelos hasta que quieran irse,
Desperté. El reloj marcaba las cinco
de la mañana; aún quedaban dos horas y fracción para levantarnos y Benjamin
estaba de espaldas con los ojos abiertos, a mi lado.
Su respiración se oía agitada.
- Tuve un
sueño... era tan real... tan extraño... – musité.
- Ven,
abrázame linda – extendió sus brazos. Me recliné sobre su pecho y dejé que me
rodeara calidamente. Nos dormimos al cabo de un rato.
No volvimos a hablar del tema otra
vez.
Vivimos inquietos con relación a ese
sueño por espacio de cinco años. Extrañamente, por más que me decía que no
podía ser verdad, ni él ni yo parecíamos envejecer. Bordeábamos los treinta
años, y seguíamos teniendo una apariencia casi diez años menor.
Debimos mudarnos de ciudad unas
cinco o seis veces. ¿La causa? El tiempo pasaba para todos excepto para
nosotros.
- Tú sabes
quien soy… yo sé quien eres, solo tenemos que decirlo por si un día… ya sabes…
- me dijo Benjamin un día.
Ya habiendo asumido que éramos
estériles; sucedió lo inesperado. Quedé encinta.
Estábamos realmente entusiasmados
con la idea. Pese a ello no lográbamos decirnos por un nombre para la criatura.
Optamos por no preocuparnos por ello hasta que naciera.
Al noveno mes, y luego de que
sucediese lo que tenía que suceder, conocimos por fin su identidad. Era una
niña; la más hermosa que mis ojos hubiesen visto nunca.
- Helen – dijimos los dos al
unísono.
Apareció de pronto. De la nada.
Era ella; la mujer de negro.
Nos saludó amablemente con un gesto,
Luego cogió a nuestra hija en sus brazos.
Me espanté, pero estaba paralizada.
- Vaya sí
que es una linda criatura – dijo jugueteando con ella. Helen, como cualquier
recién nacido, no hacía otra cosa que llorar y llorar, pero se detuvo a penas
sus dedos la tocaron. Parecía dormir placidamente – Lo lamento. No pueden
quedársela.
No dormía, en absoluto.
Lloramos. No fuimos capaces de hacer
más.
Nuestros padres, nuestros amigos,
nuestros sobrinos... los habíamos visto morir a todos y cada uno, aunque no lo
supiesen. Pero a pesar de todo, nunca dolió tanto como en ese momento.
- Oh,
vamos... no lo pongan más difícil. – dijo en un tono condescendiente – Pueden
venir con ella, si lo desean.
Benjamin se acercó a mí. Me rodeó
con sus brazos. Sentí el calor de su piel y de sus lágrimas sobre mis propias
mejillas. Nuestros labios volvieron a encontrarse como tantas veces. Ambos
musitamos algo. Él sabía mi nombre, yo sabía el suyo. Era hora de entregarlos.
Todo se volvió oscuro… oscuro…
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