lunes, 18 de marzo de 2013

Ayer


Rostros sin rostros reflejados en las paredes.
Rastros, pistas… piezas de alguien más.
- ¿Lo hubieses hecho? -  susurra mi apolillada conciencia  - ¿Lo hubieses hecho?
Una pausa, agitada como la calma nocturna.
- Vamos cariño, no nos veamos la suerte entre gitanos.
Mientras el incienso se disuelve en el aire, algo se hace tangible desde el otro lado de mis sospechas. ¿Por qué será que sigo viendo algo propio en cada una de las canalladas ajenas?
- Porque haz sido el ser más despreciable del mundo y sus alrededores... Porque la maldad no va a dejar de carcomerte los huesos. Indeleblemente unida a tu sangre; entrelazada a tu esencia.
Mea culpa.
La diferencia es que yo si me salía con la mía, y por algún motivo, sigo sin arrepentirme.
No, no será hoy el día en que me golpee el pecho con una roca.
Olvidé nombres y rostros.
Olvidé las conversaciones vespertinas y las llamadas de chicos bajo la lluvia ‘este… feliz cumpleaños’
- después de ¿tres años? Pausas –
Olvidé las vías de evacuación, los escapes maestros; y sin embargo, perdura el recuerdo de una línea temporal abortada.
Puedo verle a ella como si la hubiese conocido de toda una vida.
- Y quizás es así...
Si, quizás es así.
 - Tu reflejo llegará, no te impacientes...
Es un alivio.
Vas a tener más duplicados de mí a lo largo de la historia. 

En el país de las pesadillas


Caída libre, mis pensamientos se alejan como pájaros en llamas; los siento caer junto a mis sienes, mientras mis cabellos pareciesen querer aferrarse aún a la cornisa desde la que acabo de saltar... Idiotamente indolentes se elevan sobre el nivel de mis ojos, como si no se percataran de que sigo aquí de que, por desgracia, siguen adheridos a mí... como yo a este mundo.
(No por mucho, querida, no por mucho)
Me pregunto entonces, ¿Si también pudiesen solamente saltar, lo harían?
Claro que sí-Claro que sí-Claro que sí…
¿Dónde estaba entonces…?
¿Dónde estoy ahora?
Lejos... lejos, como siempre.
Soy una tumba abierta esperando por mi propia caída. El lecho final. La palabra que nunca debe ser dicha.
La vorágine se ha creado en medio de mis ojos; el abismo se ha extendido hasta los confines más insospechados.
Siempre tuve el pecho abierto, fue por eso por lo que mi corazón se convirtió en cenizas. Y nunca fue un ave fénix.
Nunca fue un ave fénix.
Una catarsis deliciosamente aterradora: paladeo mi soledad absoluta.
No habrá nadie más ciñéndole los brazos a las almohadas esta noche y mientras caigo, escribo estas palabras en mi mente…
Escribo para escapar, como siempre; para olvidar el olvido mismo. Me parece haber corrido durante tanto tiempo...
¿Por qué será que aún no he impactado con el suelo?

jueves, 17 de enero de 2013

'El infierno son los otros'


… Tú sabes como es ella; de cuando en cuando se va a pasar una temporada en el infierno; siempre regresa, de todos modos. – le dijo uno de los mejores amigos de ella. Se conocían hace algún tiempo y ahora también se consideraban mutuamente amigos.

            Perséfone había partido de noche. Tan sólo se disolvió en medio de una conversación desvelada y eso había sido todo. Se había llevado incluso su eco.

             Cada hora en su ausencia pareciese que algo más se apagaba allí.

            Perséfone debía pasarse una temporada en el infierno, cada año.

            Debía de oler a flores – pensaba – Sí, Perséfone debía oler a flores frescas, de momento. Luego se marchitarían.

            Perséfone siempre olía a flores.

            Debía tener las mejillas coloreadas. Así la evocaba, alegre muchacha de mejillas sonrojadas. Sonriendo al alba, con mirada profunda...

            Perséfone siempre sonreía.

            Se paseaba de arriba a bajo, como un león en su jaula. Una jaula inmensa.                              

            A ratos le parecía que ella se había tomado en serio la última broma.

            “-No podrías vivir sin mí.

             -No lo sé... deberíamos probar – dijo ella pensativa.

             -¿Cómo...?

             - Pues me voy una semana completa, si no regreso, es que me morí.”

            Perséfone era así. Quizás esta vez también, alguna parte de su ser, se tomó la broma como una afrenta, como un reto...

            Perséfone era capaz de no regresar jamás por demostrarle que ella estaba en lo cierto.

            Se sentó a esperar los días y los días. O lo que suponía que eran los días. El sol no existía allí; así que era difícil saberlo. Todo era distinto cuando Perséfone estaba allí, claro. Ella juntaba sus manos y en medio de sonrisas las elevaba al cielo oscuro, creando una esfera brillante de color azul; ese era su sol propio.

            Ella decidía cuánto duraban los días, qué tan inmensas eran las noches...

            La soledad le abrumaba. Quizás nunca debió traerla de regreso. En un principio, era feliz sin ella... no la conocía, claro, no había modo alguno de extrañar lo que se desconoce.

            Mataba el tiempo – con lo redundante que eso era – arrojándole piedras al río. Quizás incluso al barquero cuando estaba de malas. No podían decirle nada, después de todo, era su casa y hacía lo que se le venía en gana.

            A veces creía oír las canciones de ella. En esos momentos se precipitaba hacia la entrada para darse cuenta de que solamente había sido el viento del Averno.

            Miraba a través de su espejo. Había tantas mujeres reflejadas ahí, y ninguna era Perséfone. Ni remotamente se le parecían.

            - Mira nada más éste chiquero.

            Nunca había estado tan feliz de que alguien le refunfuñara al oído.

            - Oh... ¡Eres un descuidado! – Se quejó Perséfone dándose vueltas por la sala.

            Poco a poco sus colores iban regresando.

            - Y yo que pensaba que la primavera estaba fatal... pero esas flores desperdigadas a diestra y siniestra por aquí y por allá no tienen NADA que envidiarle al inframundo. El mismo caos, sólo que el otro estaba más colorido.

            Se cruzó de brazos, frunció el ceño y se largó a reír.

            - Por cierto que gané, sobreviví sin ti más de una semana. Han sido seis meses.

            - Oh, vamos, esos no cuentan... – le sonrió él.

            - Seis meses y no haz dejado de ser un tramposo.

            - Seis meses y tienes el descaro de decirme que ganaste. Era claro que no ibas a morirte.

            Se rieron los dos.

            Cada año era la misma broma.

            - Suerte que la próxima temporada en el infierno está lejos, aún – dijo Perséfone.

            Claro, todo mundo conoce la versión de Démeter sobre la historia, pero nadie, en el mundo, conoce la de Hades y la de Perséfone.

martes, 15 de enero de 2013

Crónica de vértebras fuera de lugar...

15-01-2013

... y de pronto pensé que todos los momentos dolorosos que uno vive tienen una utilidad particularmente relativa: servirte de anécdota para que se los cuentes a otros cuando estén mal y ya no sepas qué decirles. 

Del tipo de cosas que se me ocurren cuando me veo en el espejo. No pude evitar reírme de mi propio patetismo: labios pintados, cabello alisado, el vestido nuevo ('aquel del que te platiqué, ¿recuerdas?') y... el delineador desparramado en el rostro. 'Te ves patética mujer' me dije. Y me reí. 

Y esta vez sí me reí con ganas.

Tienes razón... no puedo detener mi vida; no puedo no seguir adelante. Podría reírme con ganas, reír de otras cosas. No serían sucedáneos, sólo cosas diferentes. 

Extraño hacerte reír... 

lunes, 14 de enero de 2013

Crónica de vértebras fuera de lugar...


14-01-2013

‘... es como... ¿Haz sentido deseos de llorar en el pasillo de los lácteos?’

            No, ella no lo había experimentado.

            Me recordé a mí misma arrastrado las sandalias a lo largo del pasillo, como un vacío cascarón inútil mientras el reloj me confirmaba con una sonrisa ligeramente demoníaca que los minutos me apartaban inexorablemente de ti.

            Y yo sabía lo que quería decir eso.

            Que curioso que casa no sea lo mismo sin tus palabras esperando mi llegada... Sin un sencillo maullido escrito desde el otro lado del mundo.

            Lo pienso y siento las lágrimas advenir; las mismas que tú no puedes llorar mientras escribo esto. A veces siento que lloro por ambos.

‘Será mejor que me quite el delineador de los ojos antes de que lo olvide’ digo en voz alta pasando un dedo por las caprichosas gotitas de lluvia que empiezan a cubrir mi mirada. Voy al baño, cierro la puerta tras mi espalda y me quedo viendo mi rostro en el espejo del botiquín: despeinada con el flequillo fuera de lugar, el maquillaje iniciando a hacerse difuso, sutiles insinuaciones de rojo sobre mis labios y nubecillas negras alrededor de mis ojos café. ‘Como salida de una pelea de gatos’ me digo bajito observando mi hombro descubierto. Tienes razón, parece que tengo una predilección enfermiza por las cosas que me van anchas.

            Y tú… ¿Por qué no estás aquí ahora?

            Por el mundo. Ah, sí, a veces lo olvido, ¿sabes?... sí, si lo sabes, te lo he dicho, creo...

            Suelo olvidar el mundo cotidiano a tu lado. Es como una bruma sobre la que me guías.

            A veces pienso que estamos hechos de irrealidad.

            Vuelvo a mi corporeidad y recuerdo tu expresión frente a mí hecha una maraña. Sigo viéndote sonreírme con esa expresión maravillada.

            ¿Y a final de cuentas?

            A final de cuentas no hago más que darme vueltas en círculos…

            Hey, te extraño.

Dafne


(A un alma atemporal)

 


            No se había tardado gran cosa en comprobar las decepciones del mundo y de las palabras de sus habitantes. Era a penas una muchacha, pero sentía el peso de cada año sobre su cuerpo a la manera en que un suicida condenado a la inmortalidad lo haría.

            Simplemente sobrevivía, eso era todo.

            Respiraba por inercia, ocultaba su mirada entre gruesas líneas de lápiz oscuro – cada una compuesta de tan pequeñas líneas que nadie notaba ni imaginaba, sólo ella y su soledad infinita – dejaba su cabello crecer; lo pintaba, lo decoloraba, lo oscurecía, lo cortaba, lo ocultaba bajo un pañuelo. Decoraba sus labios con colores carmines y metales brillantes; una defensa más ante el mundo; un disfraz más para ocultar su fragilidad bajo una capa de agresiva belleza seductora.

            ¿Por qué era que nadie más lo notaba?

            ¿Por qué era que ni ella misma lo hacía?

            No le hubiese placido que así fuese, ciertamente. No quería exponer su alma desolada a miradas ajenas, ni deseaba tampoco un día – escrutándose ante el espejo mientras encrespaba sus copiosas pestañas oscuras – encontrarse con el vacío que cargaba.

            La línea del poema favorito de Marlene Dietrich. Letanías repetidas hasta la saciedad. Letras sangrientas, en un inicio, convertidas ahora sólo en venas a medio vaciar.

            Dietrich había muerto sola. Lo sabía.

            No, no quería ser Dietrich. Aunque dijese lo contrario.

            Se veía a sí misma rodeada de hombres y mujeres que componían su extraño séquito. Parecían no entender ciertas cosas – las esenciales, las importantes – sin embargo, seguían allí, año tras año; como un lastre que no te deja, como la maldición que acabas aceptando tarde o temprano. Y aprendes a vivir con eso sobre tu espalda.

            Quieras o no.

            Dafne.

            No era más que la niña pequeña en un sueño distante y ajeno.

            No era más que la variación de un nombre, de un apelativo.

            No era más que una nena de cinco años en el cuerpo incorrecto.

            Incorrecto y todo, aún así a veces solía ser útil.

            Fue así como consiguió sus primeras compañías.

‘Eh nena, luces guapa...’

            Si tan sólo pudiesen ver lo que llevas dentro. También lo deseas niña, ¿no es así?

            No pueden. No quieren, tal vez.

            Da igual, una charla y ya. La noche es larga, necesitas distraerte. Conversa un poco, aprende algo. Siempre habrá algo que te enseñe. Aunque la barca esté fea le agradecerás siempre que pueda llevarte hasta el otro lado.

            Dafne.

            Habitaciones trémulas, colores desgastados ¿Es esa tu verdadera esencia?

            No estás segura. Nadie lo está realmente.

            Los valores suben, los mercados se desploman y una que otra vez te haz preguntado si eso incide en lo que vales tú.

            ¿Por qué los poetas ya no son más que ensoñaciones pasadas?

            Tal vez son ésos los fantasmas que danzan en la planta baja de tu corazón.

            Los hombres eran demasiado parecidos unos a los otros. El mismo núcleo putrefacto con una escala valórica implantada de forma aleatoria. Las palabras predeterminadas y plagiadas hasta el infinito (y más acá)

            Los había altos, bajos, delgados, morenos… Embaucadores todos a fin de cuentas.

            Sin embargo estaban los otros, los que dejaban verse de cuándo en cuándo.

            Poseían un alma como la tuya, ¿no es así Dafne? Solías acompañarles hasta la madrugada, mientras ellos estaban imbuidos en lo suyo. Pintaban, dibujaban, componían... Creaban almas. Pensaste que alguno de ellos podría re-crear la tuya.

            Pero la habías truecado a cambio de algo que no obtuviste. El diablo no es de fiar, niña.

            Esperaste las palabras que te redimieran… ¿Dónde estaba tu hombre-mago?

            Oh, Dafne… ¿Por qué le haz dado tu corazón a cualquiera?

            No dijo que era poeta, pero hablaba como uno. Un hombre de antaño, disoluto entre los confines de tiempos inmobrados.

            Apareció como todo, de la nada.

            Parecía saber de música: tocó las claves exactas de su corazón.

            Y el cascarón se abrió, solo un poco.

            Sólo anhelabas dulzura, ¿no pequeña?

            Fueron palabras que se llevó el viento. Y ella seguió con tu vida. Inmersa en el gentío, inmersa entre sus líneas sin principio ni final.

            A veces era lo único que te mantenía viva. Dibujabas y leías como posesa. Días enteros, años enteros. Y para el mundo, para los otros, te ocultabas bajo una capa de sutil indiferencia; una liberalidad que resentías. Tan sólo esperabas que tu corazón latiera nuevamente… Quizás lo hiciese si saltaras desde un risco, ¿no crees?

            El placer parecía ser más útil cuando estabas desde el otro lado de la línea. Cuando tus sentimientos estaban puestos a resguardo bajo una coraza ¿Por qué nunca lo lograste del todo, dulzura?

            Un día, un día de esos cualquiera, una figura apareció por allí. Le conocía de oídas, sólo de oídas.

            Era un hombre que sabía como el demonio mismo. Su alma parecía poseer la inspiración que ella esperaba. Y no lo presintió. 

            Los días parecían sucumbir bajo el influjo de sus delirantes sueños, de sus palabras misteriosas.

            Pero ése era un corazón que ya había sido tomado por otra mano.

            ¿Por qué, Dafne? ¿Por qué el mundo es tan inmenso y ovalado?

            ¿Por qué es todo de la forma en que es?

            ¿Por qué no pudiste ser otra?

            ¿Por qué no viviste con Poe? ¿Por qué no fuiste la querida de Baudelaire? ¿La perdición de Rimbaud o la Mona Lisa de Da Vinci? ¿Por qué no fue por ti por quien Artaud perdió la razón?

            Genica Athanasiou era la Dietrich de su círculo, ¿lo sabías?

            Dafne, mira allá… Las estrellas siempre han brillado, y lo harán cuando dejemos de estar aquí, cuando el mundo se colapse y las ciudades se vengan abajo. Su fulgor seguirá intacto aún después de que el último cadáver de nuestra estirpe regrese al polvo del que procede.

            El cadáver exquisito compuesto por la vida y la muerte. Curiosamente todo tiene más sentido.

            Despierta niña, despierta…

            Ya vendrá la hora en que las campanas repiquen por ti.  

lunes, 7 de enero de 2013

(Intitulado 6)





La bruma me devuelve tus palabras
en dialectos complejos
en frases insinuantes.
¿Sabes?
Te tengo miedo. 

(Intitulado 5)



Oigo las frases de una voz lejana
en un tiempo atemporal de amantes inhumanos,
no eres tú
sin embargo estás ahí
en las sílabas y los silencios.
Tú, otro dialecto abstracto.
La niebla te aleja de mi espacio
entre laberintos infinitos
en lugares comúnmente imaginarios…
Temo tu profundo silencio
tu ausencia rotunda,
los gritos en la soledad;
misterios ahogados.

(Intitulado 4)


Oigo mi nombre
en un leve tintineo;
eres tú quien llama
- invisible hombre –
desde el lado de tus ofuscadas divagaciones.
Busco tus ojos,
mi hombre invisible,
y tan sólo te encuentro evadido en ti mismo.
Observo el panorama,
regreso a tu rostro;
tus ojos me llaman:
es desespero.
Regresa a tu esfera.
Regresa a tu centro.
Regresa a tu rostro humano...
Regresa.






(Intitulado 3)


La última luna de aquel siglo pareció embriagarse por su perdida mirada…

            El cielo caía a pedazos sobre los anaqueles vacíos, y la inmensidad ya no era tan evidente.

            La copa estaba vacía.

            Sus pasos lentos y cansados le acercaron hasta aquel abismo; mientras sus labios se separaban; dulce y dolorosamente. Una última plegaria de una no creyente.

            La sutil ironía de una trágica meta final.

            El anhelo... la obsesión se hacía latente entre cada uno de sus jadeos; entre esas lágrimas escarlata, entre los acompasados sonidos de una soledad abyecta.

            Los vidrios lucían empañados, y quizás, ya todo ello era una ilusión virtual de aquel magnánimo y largo sueño que compondría sus vidas pasados.

            La seña era clara…

            La hora estaba señalada...

            Una imparcial mirada gélida.

            El sonido de unos largos dedos golpeando suavemente sobre la mesa…

            Aquel sería un largo velorio. 

(Intitulado 2)


Fue cuando desgarré la carne de tus costillas
la sangre redimió mis pecados
de virgen siniestra
mientras yacías dormido
tranquilo
sereno
bajo el manto de la total inexistencia
mientras con tu vida,
escurriendo desde mis pálidos dedos,
dibujé mil arcanos
una y otra vez
incesantemente.
Observando tus grandes ojos tristes
besé tus yertos labios.
Ya no habría más imágenes distorsionadas
no más palabras a medias
respiros
quimeras
anhelos…
no más canciones de cuna.
No more.

(Intitulado)


Sus ojos distantes buscaban aquello que, sabían, jamás podrían encontrar.

                     “…pobre niña pequeña, con sus manos llenas de nieve…”

                     Un hombre muerto aguardaba en su lecho de blanco raso; un hombre de labios yertos y mirada esquiva. Él era un fantasma.

                     “Pero los fantasmas son la mejor compañía... ellos fabrican obras de arte, hacen danzar a las bailarinas y a veces también escriben sobre el papel”


                     Su pecho se estremeció bajo aquel potente latido que ya creía olvidado. El fantasma existía, y aquel hombre muerto seguía allí, con su impavidez de siempre.

                     Lo oyó musitar cortas frases. Besó sus labios fríos.

                     Un segundo de arrepentimiento.

                     Se aferró contra su pecho, mientras sentía que un gélido brazo rodeaba su espalda desnuda...

                     La noche se cernía sobre su oscuro cabello.

                     Tan sólo era una pequeña niña indefensa. Una asesina.

                     “… you got me Ealing right out of your hand”

jueves, 3 de enero de 2013

Las clavículas de Cassandra


Cassandra con la mirada perdida.
            Cassandra con el alma en llamas.
Cassandra aburrida, aturdida; con medio muslo apoyado en el dintel de la ventana, con medio cuerpo fuera del edificio y la mirada trémula, nublada; fija en la necrópolis adyacente a su largo ataúd compuesto de ladrillos y ventanas.
Cassandra...

Pareciere que el tiempo se detuvo aquí dentro. Camino de un lado al otro, arrastro los pies descalzos... piel marmórea, manguerillas verdosas insinuándose aquí y allá; cruzándose sobre el empeine, sobre los huesos. Dedos delgados rozando madera... tobillos invisibles.
 El piso cruje... mis dientes rechinan levemente; no lo oigo, pero lo siento: dos pesados hierros restregándose uno contra otro. Un recuerdo vívido: el ataúd abierto.
Él está allá afuera, en alguna parte. 

miércoles, 2 de enero de 2013

Sobre Nombres y Tumbas.


A Alberto Romero García.



“A tus hijos no les des un nombre, así los esconderás de la muerte”
(Alejandro Jodorowsky)





            Los nombres son usados para denominar las cosas, dicen. Tan antiquísimos como la vida misma. Necesarios, eso dicen…

            Nombres…

            Él y yo, como todo ser humano – o la mayoría de ellos – habíamos recibido nuestros respectivos apelativos no bien hubieron sabido de nuestra futura llegada a este mundo; o quizás con el primer angustiante respiro que dimos con un esfuerzo mortal (literalmente hablando)

            Nombres… Los hay de todas clases; largos, cortos, añejos, sintetizados. Y sobre sus poseedores… los hay conformes e inconformes. Están también los indiferentes. Pero como todo en la vida, tiene su trampa.

            Lo cierto es que nadie tiene un nombre. Nadie lleva su nombre real.

           
            Cuando le conocí, fue él quien me habló primero. Charlamos largo rato en la vieja cafetería, Me había hecho dejar de lado el libro en el cual me afanaba aquella diáfana tarde. Rara vez he cedido a un extraño haciéndome la conversación; ciertamente, ha sido esa la única vez en mi vida en que he desdeñado un libro bien escrito. Me alegro de haberlo hecho.

            Me contó un poco sobre su vida. Sus ojos eran tristes, oscuros. Su voz y sus movimientos delataban su carácter tímido y pausado. Lo oía encantada, como si se tratase del más carismático de los Cuentacuentos. Lo era.

            Hizo una pausa y me miró levemente avergonzado. Creía que ya había hablado demasiado de sí mismo y que comenzaba a ser aburrido, y lo que era peor, descortés. Me declinó sus disculpas, y le pedí que continuara, su relato me tenía por completo encantada. Me sonrió levemente y me comentó un poco sobre lo que estaba haciendo allí: escribía. De alguna manera, pese a que no había ni pluma ni papel a la vista, yo ya lo sabía. Tenía la fisonomía de un hombre que lee poesía; voz profunda, mirada soñadora… pero había algo, un algo leve e imperceptible que lo delataba como poeta: sus manos. Dedos delgados y largos; pianista frustrado. La clase de hombre nacido para crear.

- Perdóname, qué tosco he sido… No pregunté tu nombre – me dijo turbado luego de unos minutos de haber retomado la conversación y con la expresión levemente compungida de alguien que ha profanado el menos grave de los diez mandamientos.

            No pude evitar soltar una leve carcajada, acompañada con una de esas miradas que te confortan haciéndote saber que el chiste no era sobre ti ni contigo, sino que tiene sus raíces en un pasado – quizás inmediato, quizás remoto – que aún no te ha sido revelado pero que, sin duda, lo será a continuación.

- No tengo uno en realidad, y sospecho que el día que lo tenga seré fulminada en el acto por alguna razón de carácter divino o demoníaco no bien me sea revelado. De todos modos, mi identificación y el registro civil me conocen con el apelativo de Constance Jones.

            Pareció sorprendido por lo que acababa de decirle. Sus ojos se agrandaron un poco, abrió los labios como si fuese a decirme algo; se movieron un poco, pero de ellos no salió sonido alguno. Creí que debería haberme guardado mis desvaríos místico-existenciales para mí misma.
           
            Con algo de torpeza echó mano al bolso que traía consigo. Sacó un cuadernito negro y luego de hojear por aquí y por allá me lo extendió apuntándome una página en particular, indicándome que la leyera. Se trataba de un escrito en prosa poética; no era muy largo, pero sintetizaba a la perfección la idea que yo acababa de enunciarle, claro que precisa y preciosamente más concreta.

            Nos quedamos viendo fijamente sin decirnos nada por espacio de un minuto, quizás dos.

- Benjamin Kandinsky – se presentó extendiéndome la mano, sonriendo con inocencia.

            Fue así como nos conocimos.


            Seguimos citándonos en el mismo café, según pasaba el tiempo. Primero tan sólo hablábamos de arte, desdeñábamos a los pretenciosos de siglos pasados y presentes y nos afanábamos en alabar hasta el cansancio a los artistas oscurantistas. Nos agradaba la decadencia de la nostalgia, el cinismo orgulloso de la ironía. Más tarde comenzamos a hablar de cosas más profundas y menos banales: filosofía, antropología y psicología eran lugares recurrentes para nuestras mentes inquietas.

            Siempre me placía verle. Podía decirle lo que fuese, lo que primero se me pasara por la cabeza. Me hacía recordar las conversaciones que solía mantener a solas con el espejo; o con la nada. Tan confortable como estar hablando conmigo misma. A veces hasta me asustaba un poco: sin embargo, hablo de aquel miedo agradable, el vértigo que sientes al estar plena y absolutamente conciente de estar atravesando la puerta que marcará el radical cambio de tu vida.

            Diría que era él el hombre de mis sueños. Pero no era cierto... era mucho mejor que eso.

            Al poco tiempo sentimos que ya lo sabíamos todo el uno del otro. Fuimos novios por espacio de tres meses, luego de lo cual, nos desposamos y nos mudamos a una gran ciudad. Éramos indiscriminadamente felices; no teníamos ninguna fortuna, pero sin embargo, poseíamos cuánto necesitábamos.

            Pero nada puede ser demasiado perfecto, Es casi contra natura que así sea.

            Cierto día, él se sintió muy mal. Puntadas en el pecho. Me angustió verlo llegar pálido y agitado a casa. A pesar de que en la mañana había salido en perfecto estado, a eso de las dos de la tarde tuve un presentimiento extraño que no dejó de acosarme por todo el día.

- No estoy bien amor... me duele...

            Fue todo lo que pudo decir antes de infartarse en la sala.

            Desesperada, corrí hasta él, acerqué mi oído a su pecho y con horror comprobé que no había latidos. Justo antes de que pudiese hacer nada, oí los pesados tacones de una mujer sobre el piso revestido de cerámica, dispuesta a la manera de un enorme tablero de ajedrez. Él amaba el ajedrez.

            Se trataba de una mujer de unos treinta años; alta, delgada, pálida y de cabello tan negro como el ala de un cuervo, al igual que su atuendo: un vestido largo y de mangas amplias, ceñido a su esbelto talle.

- No es un buen momento para visitas, sea quien sea, o me ayuda con esto o se larga de mi casa – le dije colérica. No suelo ser gentil con los extraños que invaden mi casa de buenas a primeras, menos aún lo sería con una que, encima de todo, venía con una sonrisa de los más burlona.

- No hay nada que tú o yo podamos hacer. Pierdes tu tiempo, Mujer – me dijo acomodándose en el sillón frente a mí, mientras yo le practicaba respiración boca a boca a lo que me negaba a aceptar que era el cadáver de mi esposo.

- Se ha ido, ya basta – Se apareció a mi lado en un pestañeo y con suavidad me apartó del cuerpo aún tibio. Ella estaba mortalmente gélida.

- No, no puede irse… - le espeté enojada: enojada con ella por ser una hija de puta insensible, enojada conmigo por ser una hija de puta estúpida y enojada con Benjamin por ser un hijo de puta al que se le había ocurrido dejarme viuda.

            En conclusión que el mundo entero era un hijo de puta.

- Eso no lo decides tú, ni lo decido yo; lo decide esto – dijo haciendo aparecer un libro grande y grueso. Para este entonces ya estábamos ambas sentadas en el sofá más grande, muy calmadas. Yo estaba demasiado colérica para derramar si quiera una miserable lágrima. Hasta para ser viuda era hija de puta… qué le iba yo a hacer.

            Abrió el libro con parsimonia, le echó un vistazo y puso cara de no encontrar lo que buscaba.

- Perdona cariño, ¿cuál era el nombre del saco de plomo con kilos de plomo menos? – me preguntó como perdida.

- ¿De qué demonios me hablas? – y yo que pensaba que la loca de patio por excelencia era yo misma.

- De éste… tu esposo. – comentó apuntándolo burdamente con su dedo índice, como si no importase.

- ¡Oye! Es mi casa y es mi esposo... no me interesa quién sea, pero muestras respeto…no creas que me apenará mucho patearte el culo, en caso contrario – le dije.

- La que debería tener más respeto aquí eres tú – dijo enojada. Su apariencia mutó. Envejeció mil años en un solo segundo. Un esqueleto parlante. La muerte.

            Me quedé pasmada.

- Estos mortales... si no es el estereotipo no creen. Ahora bien, dime el nombre de él.

            No atiné a nada.

- Ah, debí suponerlo – dijo con un tono de voz más molesto. Con uno de sus dedos huesudos tocó el pecho de Benjamin.

            Al instante convulsionó un poco en el suelo, luego tosió y se incorporó. Estaba pálido, dio una mirada algo confusa a su alrededor, pero a pesar de todo, no lo vi ni ligeramente turbado por tener a un esqueleto de mil años a su lado.

- ¿Tu nombre? – le preguntó éste último.

- Benjamin Kandinsky – le respondió mirándole a las cuencas vacías de sus ojos.

            Nuestro visitante le dio otra mirada al libro y negaba con su cráneo, Benjamin no le quitaba los ojos de encima y yo, hundida en el sofá y paralizada de terror, los miraba a ambos alternadamente.

- ¿El nombre de ella? – le preguntó luego.

- Constance Jones – respondió Benjamin.

            Volvió a negar con su cráneo luego de otro vistazo rápido. Una bruma le cubrió y volvió a ser la mujer que de cabello oscuro.

- La cosa es que, técnicamente, ustedes dos no han nacido, por ende, no puedo llevarme a ninguno – explicó.

- ¿Cómo? – pregunté ya pensando que era un mal sueño. Normalmente despertaba cuando empezaba a exigir respuestas.

- Ni tú ni él portan nombres; por defecto, no han nacido. Todo cuanto fue nombrado nació en ese momento, sin embargo, ustedes dos... por alguna razón no lo son.

- ¿Eso quiere decir – empezó Benjamin, cuyos colores comenzaron a volver lentamente – que no podremos morirnos?

            Por el tono de su voz, se veía que la idea no le hacía la menor gracia.

- Eso quiere decir que yo no podré llevármelos hasta que quieran irse,


            Desperté. El reloj marcaba las cinco de la mañana; aún quedaban dos horas y fracción para levantarnos y Benjamin estaba de espaldas con los ojos abiertos, a mi lado.

            Su respiración se oía agitada.

- Tuve un sueño... era tan real... tan extraño... – musité.

- Ven, abrázame linda – extendió sus brazos. Me recliné sobre su pecho y dejé que me rodeara calidamente. Nos dormimos al cabo de un rato.

            No volvimos a hablar del tema otra vez.


            Vivimos inquietos con relación a ese sueño por espacio de cinco años. Extrañamente, por más que me decía que no podía ser verdad, ni él ni yo parecíamos envejecer. Bordeábamos los treinta años, y seguíamos teniendo una apariencia casi diez años menor.

            Debimos mudarnos de ciudad unas cinco o seis veces. ¿La causa? El tiempo pasaba para todos excepto para nosotros.

- Tú sabes quien soy… yo sé quien eres, solo tenemos que decirlo por si un día… ya sabes… - me dijo Benjamin un día.

            Ya habiendo asumido que éramos estériles; sucedió lo inesperado. Quedé encinta.

            Estábamos realmente entusiasmados con la idea. Pese a ello no lográbamos decirnos por un nombre para la criatura. Optamos por no preocuparnos por ello hasta que naciera.

            Al noveno mes, y luego de que sucediese lo que tenía que suceder, conocimos por fin su identidad. Era una niña; la más hermosa que mis ojos hubiesen visto nunca.

            - Helen – dijimos los dos al unísono.

            Apareció de pronto. De la nada.

            Era ella; la mujer de negro.

            Nos saludó amablemente con un gesto, Luego cogió a nuestra hija en sus brazos.

            Me espanté, pero estaba paralizada.

- Vaya sí que es una linda criatura – dijo jugueteando con ella. Helen, como cualquier recién nacido, no hacía otra cosa que llorar y llorar, pero se detuvo a penas sus dedos la tocaron. Parecía dormir placidamente – Lo lamento. No pueden quedársela.

            No dormía, en absoluto.

            Lloramos. No fuimos capaces de hacer más.

            Nuestros padres, nuestros amigos, nuestros sobrinos... los habíamos visto morir a todos y cada uno, aunque no lo supiesen. Pero a pesar de todo, nunca dolió tanto como en ese momento.

- Oh, vamos... no lo pongan más difícil. – dijo en un tono condescendiente – Pueden venir con ella, si lo desean.

            Benjamin se acercó a mí. Me rodeó con sus brazos. Sentí el calor de su piel y de sus lágrimas sobre mis propias mejillas. Nuestros labios volvieron a encontrarse como tantas veces. Ambos musitamos algo. Él sabía mi nombre, yo sabía el suyo. Era hora de entregarlos.

            Todo se volvió oscuro… oscuro…