A Alberto Romero García.
“A tus hijos no les des un
nombre, así los esconderás de la muerte”
(Alejandro Jodorowsky)
Los nombres son usados para
denominar las cosas, dicen. Tan antiquísimos como la vida misma. Necesarios,
eso dicen…
Nombres…
Él y yo, como todo ser humano – o la
mayoría de ellos – habíamos recibido nuestros respectivos apelativos no bien
hubieron sabido de nuestra futura llegada a este mundo; o quizás con el primer
angustiante respiro que dimos con un esfuerzo mortal (literalmente hablando)
Nombres… Los hay de todas clases;
largos, cortos, añejos, sintetizados. Y sobre sus poseedores… los hay conformes
e inconformes. Están también los indiferentes. Pero como todo en la vida, tiene
su trampa.
Lo cierto es que nadie tiene un
nombre. Nadie lleva su nombre real.
Cuando le conocí, fue él quien me
habló primero. Charlamos largo rato en la vieja cafetería, Me había hecho dejar
de lado el libro en el cual me afanaba aquella diáfana tarde. Rara vez he
cedido a un extraño haciéndome la conversación; ciertamente, ha sido esa la
única vez en mi vida en que he desdeñado un libro bien escrito. Me alegro de
haberlo hecho.
Me contó un poco sobre su vida. Sus
ojos eran tristes, oscuros. Su voz y sus movimientos delataban su carácter
tímido y pausado. Lo oía encantada, como si se tratase del más carismático de
los Cuentacuentos. Lo era.
Hizo una pausa y me miró levemente
avergonzado. Creía que ya había hablado demasiado de sí mismo y que comenzaba a
ser aburrido, y lo que era peor, descortés. Me declinó sus disculpas, y le pedí
que continuara, su relato me tenía por completo encantada. Me sonrió levemente
y me comentó un poco sobre lo que estaba haciendo allí: escribía. De alguna
manera, pese a que no había ni pluma ni papel a la vista, yo ya lo sabía. Tenía
la fisonomía de un hombre que lee poesía; voz profunda, mirada soñadora… pero
había algo, un algo leve e imperceptible que lo delataba como poeta: sus manos.
Dedos delgados y largos; pianista frustrado. La clase de hombre nacido para
crear.
-
Perdóname, qué tosco he sido… No pregunté tu nombre – me dijo turbado luego de
unos minutos de haber retomado la conversación y con la expresión levemente
compungida de alguien que ha profanado el menos grave de los diez mandamientos.
No pude evitar soltar una leve carcajada,
acompañada con una de esas miradas que te confortan haciéndote saber que el
chiste no era sobre ti ni contigo, sino que tiene sus raíces en un pasado –
quizás inmediato, quizás remoto – que aún no te ha sido revelado pero que, sin
duda, lo será a continuación.
- No tengo
uno en realidad, y sospecho que el día que lo tenga seré fulminada en el acto
por alguna razón de carácter divino o demoníaco no bien me sea revelado. De
todos modos, mi identificación y el registro civil me conocen con el apelativo
de Constance Jones.
Pareció sorprendido por lo que
acababa de decirle. Sus ojos se agrandaron un poco, abrió los labios como si
fuese a decirme algo; se movieron un poco, pero de ellos no salió sonido
alguno. Creí que debería haberme guardado mis desvaríos místico-existenciales
para mí misma.
Con algo de torpeza echó mano al
bolso que traía consigo. Sacó un cuadernito negro y luego de hojear por aquí y
por allá me lo extendió apuntándome una página en particular, indicándome que
la leyera. Se trataba de un escrito en prosa poética; no era muy largo, pero
sintetizaba a la perfección la idea que yo acababa de enunciarle, claro que
precisa y preciosamente más concreta.
Nos quedamos viendo fijamente sin
decirnos nada por espacio de un minuto, quizás dos.
- Benjamin
Kandinsky – se presentó extendiéndome la mano, sonriendo con inocencia.
Fue así como nos conocimos.
Seguimos citándonos en el mismo
café, según pasaba el tiempo. Primero tan sólo hablábamos de arte, desdeñábamos
a los pretenciosos de siglos pasados y presentes y nos afanábamos en alabar
hasta el cansancio a los artistas oscurantistas. Nos agradaba la decadencia de
la nostalgia, el cinismo orgulloso de la ironía. Más tarde comenzamos a hablar
de cosas más profundas y menos banales: filosofía, antropología y psicología
eran lugares recurrentes para nuestras mentes inquietas.
Siempre me placía verle. Podía
decirle lo que fuese, lo que primero se me pasara por la cabeza. Me hacía
recordar las conversaciones que solía mantener a solas con el espejo; o con la
nada. Tan confortable como estar hablando conmigo misma. A veces hasta me
asustaba un poco: sin embargo, hablo de aquel miedo agradable, el vértigo que
sientes al estar plena y absolutamente conciente de estar atravesando la puerta
que marcará el radical cambio de tu vida.
Diría que era él el hombre de mis
sueños. Pero no era cierto... era mucho mejor que eso.
Al poco tiempo sentimos que ya lo
sabíamos todo el uno del otro. Fuimos novios por espacio de tres meses, luego
de lo cual, nos desposamos y nos mudamos a una gran ciudad. Éramos
indiscriminadamente felices; no teníamos ninguna fortuna, pero sin embargo,
poseíamos cuánto necesitábamos.
Pero nada puede ser demasiado
perfecto, Es casi contra natura que así sea.
Cierto día, él se sintió muy mal.
Puntadas en el pecho. Me angustió verlo llegar pálido y agitado a casa. A pesar
de que en la mañana había salido en perfecto estado, a eso de las dos de la
tarde tuve un presentimiento extraño que no dejó de acosarme por todo el día.
- No estoy
bien amor... me duele...
Fue todo lo que pudo decir antes de
infartarse en la sala.
Desesperada, corrí hasta él, acerqué
mi oído a su pecho y con horror comprobé que no había latidos. Justo antes de
que pudiese hacer nada, oí los pesados tacones de una mujer sobre el piso
revestido de cerámica, dispuesta a la manera de un enorme tablero de ajedrez.
Él amaba el ajedrez.
Se trataba de una mujer de unos
treinta años; alta, delgada, pálida y de cabello tan negro como el ala de un
cuervo, al igual que su atuendo: un vestido largo y de mangas amplias, ceñido a
su esbelto talle.
- No es un
buen momento para visitas, sea quien sea, o me ayuda con esto o se larga de mi
casa – le dije colérica. No suelo ser gentil con los extraños que invaden mi
casa de buenas a primeras, menos aún lo sería con una que, encima de todo,
venía con una sonrisa de los más burlona.
- No hay
nada que tú o yo podamos hacer. Pierdes tu tiempo, Mujer – me dijo acomodándose
en el sillón frente a mí, mientras yo le practicaba respiración boca a boca a
lo que me negaba a aceptar que era el cadáver de mi esposo.
- Se ha
ido, ya basta – Se apareció a mi lado en un pestañeo y con suavidad me apartó
del cuerpo aún tibio. Ella estaba mortalmente gélida.
- No, no
puede irse… - le espeté enojada: enojada con ella por ser una hija de puta
insensible, enojada conmigo por ser una hija de puta estúpida y enojada con
Benjamin por ser un hijo de puta al que se le había ocurrido dejarme viuda.
En conclusión que el mundo entero
era un hijo de puta.
- Eso no
lo decides tú, ni lo decido yo; lo decide esto – dijo haciendo aparecer un
libro grande y grueso. Para este entonces ya estábamos ambas sentadas en el
sofá más grande, muy calmadas. Yo estaba demasiado colérica para derramar si
quiera una miserable lágrima. Hasta para ser viuda era hija de puta… qué le iba
yo a hacer.
Abrió el libro con parsimonia, le
echó un vistazo y puso cara de no encontrar lo que buscaba.
- Perdona
cariño, ¿cuál era el nombre del saco de plomo con kilos de plomo menos? – me
preguntó como perdida.
- ¿De qué
demonios me hablas? – y yo que pensaba que la loca de patio por excelencia era
yo misma.
- De éste…
tu esposo. – comentó apuntándolo burdamente con su dedo índice, como si no
importase.
- ¡Oye! Es
mi casa y es mi esposo... no me interesa quién sea, pero muestras respeto…no
creas que me apenará mucho patearte el culo, en caso contrario – le dije.
- La que
debería tener más respeto aquí eres tú – dijo enojada. Su apariencia mutó.
Envejeció mil años en un solo segundo. Un esqueleto parlante. La muerte.
Me quedé pasmada.
- Estos
mortales... si no es el estereotipo no creen. Ahora bien, dime el nombre de él.
No atiné a nada.
- Ah, debí
suponerlo – dijo con un tono de voz más molesto. Con uno de sus dedos huesudos
tocó el pecho de Benjamin.
Al instante convulsionó un poco en
el suelo, luego tosió y se incorporó. Estaba pálido, dio una mirada algo
confusa a su alrededor, pero a pesar de todo, no lo vi ni ligeramente turbado
por tener a un esqueleto de mil años a su lado.
- ¿Tu
nombre? – le preguntó éste último.
- Benjamin
Kandinsky – le respondió mirándole a las cuencas vacías de sus ojos.
Nuestro visitante le dio otra mirada
al libro y negaba con su cráneo, Benjamin no le quitaba los ojos de encima y
yo, hundida en el sofá y paralizada de terror, los miraba a ambos
alternadamente.
- ¿El
nombre de ella? – le preguntó luego.
-
Constance Jones – respondió Benjamin.
Volvió a negar con su cráneo luego
de otro vistazo rápido. Una bruma le cubrió y volvió a ser la mujer que de
cabello oscuro.
- La cosa
es que, técnicamente, ustedes dos no han nacido, por ende, no puedo llevarme a
ninguno – explicó.
- ¿Cómo? –
pregunté ya pensando que era un mal sueño. Normalmente despertaba cuando empezaba
a exigir respuestas.
- Ni tú ni
él portan nombres; por defecto, no han nacido. Todo cuanto fue nombrado nació
en ese momento, sin embargo, ustedes dos... por alguna razón no lo son.
- ¿Eso
quiere decir – empezó Benjamin, cuyos colores comenzaron a volver lentamente –
que no podremos morirnos?
Por el tono de su voz, se veía que
la idea no le hacía la menor gracia.
- Eso
quiere decir que yo no podré llevármelos hasta que quieran irse,
Desperté. El reloj marcaba las cinco
de la mañana; aún quedaban dos horas y fracción para levantarnos y Benjamin
estaba de espaldas con los ojos abiertos, a mi lado.
Su respiración se oía agitada.
- Tuve un
sueño... era tan real... tan extraño... – musité.
- Ven,
abrázame linda – extendió sus brazos. Me recliné sobre su pecho y dejé que me
rodeara calidamente. Nos dormimos al cabo de un rato.
No volvimos a hablar del tema otra
vez.
Vivimos inquietos con relación a ese
sueño por espacio de cinco años. Extrañamente, por más que me decía que no
podía ser verdad, ni él ni yo parecíamos envejecer. Bordeábamos los treinta
años, y seguíamos teniendo una apariencia casi diez años menor.
Debimos mudarnos de ciudad unas
cinco o seis veces. ¿La causa? El tiempo pasaba para todos excepto para
nosotros.
- Tú sabes
quien soy… yo sé quien eres, solo tenemos que decirlo por si un día… ya sabes…
- me dijo Benjamin un día.
Ya habiendo asumido que éramos
estériles; sucedió lo inesperado. Quedé encinta.
Estábamos realmente entusiasmados
con la idea. Pese a ello no lográbamos decirnos por un nombre para la criatura.
Optamos por no preocuparnos por ello hasta que naciera.
Al noveno mes, y luego de que
sucediese lo que tenía que suceder, conocimos por fin su identidad. Era una
niña; la más hermosa que mis ojos hubiesen visto nunca.
- Helen – dijimos los dos al
unísono.
Apareció de pronto. De la nada.
Era ella; la mujer de negro.
Nos saludó amablemente con un gesto,
Luego cogió a nuestra hija en sus brazos.
Me espanté, pero estaba paralizada.
- Vaya sí
que es una linda criatura – dijo jugueteando con ella. Helen, como cualquier
recién nacido, no hacía otra cosa que llorar y llorar, pero se detuvo a penas
sus dedos la tocaron. Parecía dormir placidamente – Lo lamento. No pueden
quedársela.
No dormía, en absoluto.
Lloramos. No fuimos capaces de hacer
más.
Nuestros padres, nuestros amigos,
nuestros sobrinos... los habíamos visto morir a todos y cada uno, aunque no lo
supiesen. Pero a pesar de todo, nunca dolió tanto como en ese momento.
- Oh,
vamos... no lo pongan más difícil. – dijo en un tono condescendiente – Pueden
venir con ella, si lo desean.
Benjamin se acercó a mí. Me rodeó
con sus brazos. Sentí el calor de su piel y de sus lágrimas sobre mis propias
mejillas. Nuestros labios volvieron a encontrarse como tantas veces. Ambos
musitamos algo. Él sabía mi nombre, yo sabía el suyo. Era hora de entregarlos.
Todo se volvió oscuro… oscuro…