lunes, 31 de marzo de 2014

So, the gipsy girl...

Era incierto saber cómo había llegado allí, y francamente ya no importaba.

La gitanilla hacía rodar las runas entre sus dedos, sentada en mi ventana; de espaldas contra aquel otro mundo, el que nos era ajeno, fuera de esos cristales.

Mis ojos resbalan por la curva de sus rodillas, dibujadas e insinuadas bajo su falda negra. El perfecto contraste para su botines de charol. Reparo en el lienzo a sus pies y luego regreso a su rostro; tengo ahora dos pared de ojos idénticos observándome con la misma avidez incierta. Dos estrellas gemelas que han chocado en el horizonte de mi cordura.

Siento como la realidad se va desvaneciendo lentamente a mi alrededor, mientras sus manos revolotean alrededor de su blusa.

Estoy perdido en un bamboleo infinito de caderas y alhajas. Bisutería castañeando contra oro, plata y rubíes… El pañuelo oscuro que le ciñe las crines de noche infinita, pidiendo permiso al mundo para presentar sus senos; dos melocotones maduros.

Sonríe. La brujería se derrama desde sus labios con una rudeza dulce. La inocencia y el descaro han sido comprimidos en su rostro de una manera magistral.

Por un segundo se ha mimetizado con el entorno.  Ahora tengo una pintura de tamaño natural, sin enmarcar, en frente de mí. Y una copia de la realidad gravitando a sus pies.

Esa ha de ser mi alma rindiéndose ante la encantadora de mares.

Su mirada me gobierna.  Sólo me doy cuenta de la proximidad de su cuerpo, desnudo, cuando presiona suavemente su cuerpo contra el mío.

Puedo sentir la seda de sus labios sobre los míos. Un recuerdo indeleble que nadie podría llevarse a la tumba.

Se tiende sobre mi mesa; entre los pinceles y las acuarelas; los acrílicos y los lienzos. Mi desorden parece haber sido hecho a su medida, o su silueta a la talla de mis perversiones.

Desaparezco del mundo por un instante.

No tengo conciencia alguna de lo que ha ocurrido, y no me interesa tenerla. Estoy sentado, sudando…

Cansado, tan cansado.

¿Y ella?

¿Dónde está ella?

Siento la frisa invernal calándome los huesos.

Me volteo.

Ahí, de espaldas a mi mundo.

Ella, desnuda, inmensa, diminuta… preciosa, tal vez.

Ella le ofrece su níveo cuerpo a aquel desierto blanco que baña la visión de mi porción de realidad. Los copos de nieve se detienen en sus pezones sonrosados.

Me dedica una última mirada, antes de voltearse completamente, enseñándome la misteriosa curva de su delicada espalda.

Uno podría vivir en un momento así por siempre.

Presiento que

he concluido

mi mejor cuadro.

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